LA RENUNCIA DE BENEDICTO XVI
viernes, 26 de abril de 2013
LA RENUNCIA PAPAL
LA RENUNCIA DE
BENEDICTO XVI
NICETO
BLÁZQUEZ
El día
10 de febrero del 2013 el Papa Benedicto XVI firmó una Declaratio en la que anunciaba oficialmente que renunciaba al
Papado indicando las razones de esta decisión y declarando la Sede Vacante a
partir de las 20 horas del día 28 de febrero del mismo año. Quisiera hacer unas
reflexiones personales sobre esta decisión histórica dentro de su propio contexto
concluyendo con algunas observaciones prácticas de carácter humano y eclesial.
1.
Noticia sensacional
Eran las
11.30 horas de la mañana del día 1 de
febrero del 2013 cuando el Papa Benedicto XVI sorprendió al mundo en
la clausura de un Consistorio Ordinario de cardenales, convocado para fijar la
fecha de canonización de varias personas, al anunciar pública y oficialmente su
renuncia a la Cátedra de Pedro como Obispo de Roma. La noticia fue difundida
rápidamente por los medios de comunicación mundiales más importantes causando
sorpresa, estupor, admiración y respeto hacia la figura de Benedicto XVI, y pilló
de sorpresa a todos, incluidas aquellas personas más cercanas a él. Mientras
leía su Declaración de renuncia en
latín algunos no entendían lo que estaba diciendo y quienes lo entendían no
salían de su asombro ante una decisión tan insólita e inesperada. Como suele
decirse en lenguaje coloquial, había que verlo para creerlo. El propio cardenal
Decano se vio en la necesidad de improvisar unas palabras de respuesta a la
decisión papal dándole las gracias en nombre de la Iglesia universal por los
servicios prestados con su magisterio, que calificó de luminoso. Hay que tener
coraje, decían unos. O hay que tener pantalones, oí decir a alguna mujer. Todos
coincidían en que era una decisión que reflejaba humildad, humanidad, responsabilidad
pastoral y valentía de mártir al renunciar por propia iniciativa al ejercicio
de la máxima autoridad moral del mundo. La reacción de muchos jefes de Estado y
de Gobierno fue de respeto profundo hacia esta decisión histórica. Los obispos
y teólogos más responsables compitieron con sus declaraciones de gratitud y afecto hacia el Pontífice renunciante. Lo
que estoy diciendo consta ya por escrito en las crónicas del momento y por ello
me voy a limitar en estas líneas a reproducir el histórico texto de la Declaratio, cotejado con
algunos datos canónicos e históricos que pueden ayudar a comprender todo el
alcance y significado eclesial y humano de la renuncia del Papa Benedicto XVI.
2. Canon 332,2
Sobre
la eventual renuncia de los papas el Codex
de Derecho Canónico en vigor dice textualmente:
“Si contingat ut
Romanus Pontifex muneri suo renuntiet, ad validitatem requiritur ut renuntiatio
libere fiat et rite manifestetur, non vero ut a quopiam acceptetur” (c. 332,2). O lo que
es igual: “Si el Romano Pontífice renunciase a su oficio, se requiere para la
validez que la renuncia sea libre y se manifieste formalmente, pero no que sea
aceptada por nadie”.
Está claro que la legislación canónica
contempla la posible renuncia del Papa a su oficio como Obispo de Roma y, en
consecuencia, como sucesor de Pedro en el gobierno de la Iglesia. En segundo
lugar, el Papa no presenta su renuncia a nadie para que sea aceptada o
rechazada, como el resto de los obispos la presentan al Papa, por la sencilla
razón de que el Papa es la suprema instancia a la que se puede recurrir. Por
tanto, el Papa que decide renunciar presenta su renuncia a sí mismo e informa
de la decisión tomada para que se proceda a la elección de su sucesor de
acuerdo con la legislación canónica prevista para los casos de sede vacante. Otra
observación importante es que tal decisión papal, para que sea válida, ha de
tomarla en estado de libertad y no de presión por parte de nadie, y que sea
dada a conocer de forma pública y canónicamente correcta. Así las cosas, cabe
preguntarnos por qué la renuncia de Benedicto XVI causó tanta sorpresa.
La
razón psicológica del impacto sorpresivo de la decisión papal es porque desde
el Papa Gregorio XII (1572- 1585), o sea, hace 428 años, ningún Papa había
renunciado hasta Benedicto XVI. El tema de la renuncia del Papa cobró
particular relieve entre los expertos eclesiales durante los últimos años del
pontificado de Juan Pablo II (1977-2005) a la vista del deterioro de su salud.
Yo mismo estuve convencido durante algún tiempo de que renunciaría. Su renuncia
habría sido el brocheamiento áureo de su glorioso pontificado de casi treinta
años de duración. Pero me equivoqué. Poderosas razones debió tener para no
hacerlo. La gente estaba habituada pues a que el que era elegido Papa permanecía
en su puesto hasta la muerte. De ahí la sorpresa primero y la admiración
después ante la inesperada decisión de Benedicto XVI, a pesar de que había
mostrado públicamente su admiración por Celestino V y había respondido a una
pregunta periodística sobre el tema de la renuncia papal. Me explico.
Un presagio
de la decisión del Papa de renunciar fue el hecho de que, durante su
pontificado, visitó dos veces las reliquias de San Celestino. En 2009, el Papa
rezó ante la tumba de su predecesor y en el 2010 fue a la catedral de Sulmona
(Italia) para visitar las reliquias de San Celestino y rezar de nuevo en aquel
lugar. Y lo que es más. Benedicto XVI sugirió la posibilidad de renunciar a su
papado en una entrevista con el periodista alemán Peter Seewald y que puede
verse en libro "Luz del Mundo”, aparecido en 2010. “Si un papa – dijo
Benedicto XVI- llega a reconocer con claridad que física, psíquica y
mentalmente no puede ya con el encargo de su oficio, tiene el derecho y, en
ciertas circunstancias también el deber de renunciar". El periodista insistió:
"La mayoría de estos incidentes (las corrupciones de pederastia clerical) sucedió
hace décadas. No obstante, representan una carga especialmente para su
pontificado. ¿Ha pensado usted en renunciar?" Y el Pontífice respondió que "si el peligro es grande no se debe huir
de él. Por eso, ciertamente no es el momento de renunciar. Justamente en un
momento como este hay que permanecer firme y arrostrar la situación difícil.
Esa es mi concepción. Se puede renunciar en un momento sereno, o cuando ya no
se puede más. Pero no se puede huir en el peligro y decir: que lo haga
otro". Tras esta la respuesta Peter Seewald replicó: "Por lo tanto, ¿puede pensarse
en una situación en la que usted considere apropiada la renuncia de un papa?".
A lo que Benedicto XVI respondió: "Sí, si un papa llega a reconocer con
claridad que física, psíquica y mentalmente no puede ya con el encargo de su
oficio, tiene el derecho y, en ciertas circunstancias también el deber de
renunciar". Más claro, agua. Veamos
a continuación cómo Benedicto XVI materializó formalmente estas previsiones en el magistral texto de su
Declaración de renuncia al papado del
día 11 de febrero del 2013. Por tratarse de una joya documental de la historia
de la Iglesia me ha parecido oportuno reproducir primero el texto original en
latín seguido de la versión en español.
3. Texto
original de la Declaración oficial
DECLARATIO
Fratres carissimi
Non
solum propter tres canonizationes ad hoc Consistorium vos convocavi, sed etiam
ut vobis decisionem magni momenti pro Ecclesiae vita communicem. Conscientia
mea iterum atque iterum coram Deo explorata ad cognitionem certam perveni vires
meas ingravescente aetate non iam aptas esse ad munus Petrinum aeque
administrandum.
Bene
conscius sum hoc munus secundum suam essentiam spiritualem non solum agendo et
loquendo exsequi debere, sed non minus patiendo et orando. Attamen in mundo
nostri temporis rapidis mutationibus subiecto et quaestionibus magni ponderis
pro vita fidei perturbato ad navem Sancti Petri gubernandam et ad annuntiandum
Evangelium etiam vigor quidam corporis et animae necessarius est, qui ultimis
mensibus in me modo tali minuitur, ut incapacitatem meam ad ministerium mihi
commissum bene administrandum agnoscere debeam. Quapropter bene conscius
ponderis huius actus plena libertate declaro me ministerio Episcopi Romae,
Successoris Sancti Petri, mihi per manus Cardinalium die 19 aprilis MMV
commisso renuntiare ita ut a die 28 februarii MMXIII, hora 20, sedes Romae,
sedes Sancti Petri vacet et Conclave ad eligendum novum Summum Pontificem ab
his quibus competit convocandum ese.
Fratres
carissimi, ex toto corde gratias ago vobis pro omni amore et labore, quo mecum
pondus ministerii mei portastis et veniam peto pro omnibus defectibus meis.
Nunc autem Sanctam Dei Ecclesiam curae Summi eius Pastoris, Domini nostri Iesu
Christi confidimus sanctamque eius Matrem Mariam imploramus, ut patribus
Cardinalibus in eligendo novo Summo Pontifice materna sua bonitate assistat.
Quod ad me attinet etiam in futuro vita orationi dedicata Sanctae Ecclesiae Dei
toto ex corde servire velim. Ex Aedibus Vaticanis, die 10 mensis februarii
MMXIII.
En un principio pensé hacer algunas
observaciones sobre dos lapsus de redacción latina pero luego me convencí de
que no valía la pena ya que el significado auténtico del texto no queda
afectado en absoluto. Es sólo una cuestión de mayor o menor claridad y de
opiniones diversas sobre algunos detalles de gramática latina.
VERSIÓN
EN ESPAÑOL
Queridísimos hermanos, os he convocado a este Consistorio, no sólo para las tres causas
de canonización, sino también para comunicaros una decisión de gran importancia
para la vida de la Iglesia. Después de haber examinado ante Dios reiteradamente
mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no
tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino.
Soy muy
consciente de que este ministerio, por su naturaleza espiritual, debe ser
llevado a cabo no únicamente con obras y palabras, sino también y en no menor
grado sufriendo y rezando. Sin embargo, en el mundo de hoy, sujeto a rápidas
transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la
fe, para gobernar la barca de san Pedro y anunciar el Evangelio, es necesario también el vigor tanto
del cuerpo como del espíritu, vigor que, en los últimos meses, ha disminuido en
mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el
ministerio que me fue encomendado.
Por
esto, siendo muy consciente de la seriedad de este acto, con plena libertad, declaro que renuncio
al ministerio de Obispo de Roma, Sucesor de San Pedro, que me fue confiado por
medio de los Cardenales el 19 de abril de 2005, de forma que, desde el 28 de
febrero de 2013, a las 20.00 horas, la sede de Roma, la sede de San Pedro,
quedará vacante y deberá ser convocado, por medio de quien tiene competencias,
el cónclave para la elección del nuevo Sumo Pontífice.
Queridísimos
hermanos, os doy las gracias de corazón por todo el amor y el trabajo con que
habéis llevado junto a mí el peso de mi ministerio, y pido perdón por todos mis defectos. Ahora, confiamos la Iglesia al cuidado de su Sumo Pastor, Nuestro
Señor Jesucristo, y suplicamos a María, su Santa Madre, que asista con su
materna bondad a los Padres Cardenales al elegir el nuevo Sumo Pontífice. Por
lo que a mí respecta, también en el futuro, quisiera servir de todo corazón a
la Santa Iglesia de Dios con una vida dedicada a la plegaria”. En El Vaticano a 10 de febrero de 2013).
4.
Antecedentes históricos
Con
motivo de la sorprendente renuncia de Benedicto XVI la historia del papado, con
sus luces y sombras, fue noticia preferencial de periodistas e historiadores de
la Iglesia. Se dijo, por ejemplo, que el
último Papa que había renunciado al papado
antes de Benedicto XVI fue
GREGORIO XII, presionado sin duda en 1415, pero que se produjo como gesto de
buena voluntad para resolver el problema del Cisma de Occidente. Como residuo
de aquella triste situación quedó el español
papa Luna (Pedro Martínez de Luna), que se mantuvo “en sus trece”, tercamente empecinado en la
convicción de que él era el verdadero Papa con el nombre de Benedicto XXIII.
Este nombre de usurpación quedó suplantado posteriormente por el dominico Benedicto XIII, que ocupó el
solio pontificio durante los años 1556-1572. Además de Gregorio XII habrían
renunciado anteriormente Benedicto IX, elegido por segunda vez (1045-1045) y que a los veinte días renunció
de forma poco limpia para que accediera al solio pontificio Gregorio VI. Por
último se ha hablado de la renuncia de Celestino V (1294) como el caso
históricamente más claro y mejor conocido en todos sus pormenores. Según estos
datos, Benedicto XVI habría sido el cuarto caso de renuncia papal en la
historia de la Iglesia. Pero hay también otros casos, que, debido a su
antigüedad y las especiales circunstancias en que tuvieron lugar, resultan
menos conocidos pero no por ello menos reales.
S. Clemente
I, por ejemplo (88-97). Fue exiliado por el emperador Trajano y murió
martirizado. S. Ponciano (230-235). Fue desterrado y condenado a trabajos
forzados en Cerdeña, donde murió debido a los sufrimientos recibidos. No
conocemos documentos escritos en los que se demuestre que estos dos papas
renunciaron pero existe una razonable tradición de que renunciaron para que
fuera elegido otro en su lugar y los cristianos no quedaran sin cabeza visible.
Hay también otros casos muy distintos. Por ejemplo, S. Silverio (536-537). Las
tropas del Emperador Justiniano tomaron Roma a las órdenes del general
Belisario y el Papa fue obligado a renunciar y morir en el exilio. S. Martín I
(649-653). Fue encarcelado por el Emperador Constante II y murió exiliado en la
isla de Cherso. Benedicto IX (3º
período: 1047-1048). Fue elegido por tercera vez y a los ocho meses después, en
el 1054, renunció y arrepentido de su vida pasada poco ejemplar se hizo monje.
Su renuncia no estaba muy clara y posteriormente fue depuesto en el Sínodo se
Sutri, acusado de simonía.
5. El caso Celestino V
El
caso de Celestino V merece un trato aparte porque es considerado por los
historiadores de la Iglesia como único en su género y bien conocido en lo
esencial, a saber, que un Papa establece la forma canónica de renunciar a su
ministerio petrino. La interpretación de esta decisión y la descripción de las
circunstancias eclesiales que dieron lugar a ella es un asunto del que los
historiadores no siempre hablan con la debida objetividad, pero esto es
secundario frente a la decisión papal de renunciar y la aceptación del hecho
por parte de todos. Vayamos brevemente por partes.
Muerto
Nicolás IV en 1292, los cardenales electores fueron incapaces de ponerse de
acuerdo durante dos años y tres meses para elegir nuevo Papa. Por fin, el 5 de
julio del año 1294 acordaron elegir al venerable monje Pedro de Murrone, que ni
siquiera era sacerdote, pero que era bien conocido por su vida eremítica
ejemplar. Era el undécimo hijo de una familia de labradores. Por aquellas
calendas era como un deber y honor de familia que alguno de los hijos fuera
monje o sacerdote. Conocida su elección, la primera reacción fue de rechazo.
Pero los ruegos para que aceptara fueron tan numerosos e insistentes que,
cansado de tantos ruegos, aceptó ser ordenado sacerdote y consagrado obispo
para asumir la suprema responsabilidad de Papa. Petrarca interpretó este rechazo
inicial como una forma esquivar el bulto de la responsabilidad pontificia en un
momento de decadencia y corrupción en las altas esferas de la Iglesia. Por fin
llegó a la corte pontificia, a la sazón en Nápoles, donde se encontró como
gallina en corral ajeno. O lo que es igual, rodeado de un mundo de frivolidad
incompatible con sus aspiraciones de perfección cristiana. Por esta razón,
pronto empezó a pensar en la manera de renunciar al papado para volver a su
ermita campestre a pocos kilómetros de Sulmona.
Pero
no quiso irse con las manos vacías. El hecho de que hubiera que esperar casi
tres años para elegir nuevo Papa, como ocurrió en su caso, no debía repetirse y
por ello se apresuró a publicar dos bulas en las que expuso cómo había que
proceder para evitar de una manera eficaz que tal desgracia se repitiera. Nació
así el “Cónclave”, es decir, que los cardenales electores serían cerrados con
llave para que no pudieran salir del lugar de la elección hasta que se pusieran
de acuerdo y eligieran al nuevo Papa.
Como
dije antes, empezó a pensar en que debía renunciar al pontificado para huir de
aquel mundo de intereses políticos e intrigas entre las diversas familias
pudientes y los cardenales. Pero le vino la duda sobre si podía abdicar así por
las buenas. Para desvanecer sus dudas consultó con el colegio cardenalicio y
publicó la Bula Quoniam en la que,
con el respaldo de todos los cardenales, decretó y estableció con autoridad
apostólica que el Papa podía renunciar.
Así
las cosas, en Adviento del 1294 quiso dejar el gobierno de la Iglesia en manos
de tres cardenales, pero varios miembros del Colegio Cardenalicio se opusieron
frontalmente a este deseo papal alegando que no existía ningún precedente de
esta naturaleza en la historia de la Iglesia. A sus reiteradas instancias sobre
la validez de este acto, los cardenales contestaron que su abdicación o
renuncia sería totalmente válida si dejaba a los cardenales en libertad para
elegir a su sucesor. O sea, si su renuncia equivalía a una declaración formal
de “sede vacante”, como actualmente se
dice. Celestino
V no se lo pensó dos veces y el día 13 de diciembre del año 1294 presentó su renuncia
al papado. Su pontificado había durado exactamente cinco meses y ocho días. Y
como el texto de su renuncia es una joya de la historia de la Iglesia, me
parece oportuno reproducirlo literalmente. Dice así:
“Ego Caelestinus Papa V,
motus ex gegitimis causis, id est causa humilitatis, et melioris vitae, et
conscientiae illaesae, debilitate corporis, defectus scientiae, et malignitate
plebis, et infirmitate personae, et ut praeteritae cedo solitariae vitae possim reparare
quietem, sponte ac libere cedo Papatui, et expresse renuncio loco et dignitati,
oneri et honori, dans plenam et liberam facultatem ex nunc sacro coetui
Cardinalium eligendi, et providendi dumtaxat canonice universali Ecclesiae de
pastore bono et apto”.
Texto que en traducción
libre suena así: “Yo, Celestino V, Papa, movido por legítimas causas, a saber:
por motivos de humildad, el deseo de mejorar mi vida y mantener mi conciencia
ilesa, por debilidad corporal, defecto de ciencia, malignidad de la gente y
debilidad de mi persona, así como para poder reparar la paz perdida de mi vida
anterior solitaria, espontánea y libremente cedo el Papado, y expresamente
renuncio al lugar y dignidad del mismo, dando plena y libre facultad desde este
momento al Colegio cardenalicio para elegir y proveer de pastor bueno y
competente de acuerdo con la normativa canónica de la Iglesia universal”. Esta Declaración
de renuncia la leyó Celestino V en público consistorio y acto seguido se
despojó allí mismo de las insignias pontificias arrojándose humildemente a los
pies de los cardenales. La Sede Apostólica quedó en aquel preciso momento
vacante a la espera de un nuevo Papa.
Pero ¿cómo fue
interpretada esta renuncia? A los cardenales no les pilló en absoluto de
sorpresa porque, como he dicho antes, conocían de antemano su intención de
renunciar y sólo cuando ellos despejaron todas las dudas sobre la legitimidad y
validez de la misma el Papa tomó la decisión firme de llevar a cabo su deseo de
dejar el paso libre para que otro le sustituyera como sucesor de Pedro. Su renuncia fue muy mal
recibida por muchos. Dante no dudó en ponerle en el infierno por cobarde cuando
en el Canto III del infierno se refiere a “aquel que por cobardía hizo la gran
renuncia”. Ya dijimos más arriba que Petrarca le acusó también de evadirse
irresponsablemente presentando disculpas
para no aceptar su elección. Se retiró a
la vida oculta pero, según cuentan, su sucesor Bonifacio VIII no se portó bien
con él. Según una versión, al día siguiente de
su renuncia fue elegido Bonifacio VIII, el cual trasladó la sede papal de
Nápoles a Roma y persiguió a Celestino, hasta encarcelarlo en el castillo de
Sulmona. Allí murió en 1296 siendo enterrado posteriormente en la Basílica de
Santa María di Collemaggio en L´Aquila, donde se conservan sus restos mortales
y el texto de renuncia.
Según otra versión, ante el temor de
que los mismos que habían abusado de su candidez y bondad intentaran sacarle de
su primitiva soledad para crear divisiones, o incluso algún cisma, utilizándole
como cabeza de turco, Bonifacio VIII ordenó que permaneciera recluido en el
castillo de Sulmona, cerca de Florencia, acompañado de dos religiosos de la
Orden que él había fundado (los celestinos) y bajo la vigilancia de guardias de
seguridad. Digamos que vivía en régimen de arresto domiciliario. Debió recibir
malos tratos por parte de los guardias de seguridad y murió el 19 de mayo del
1296. Algunos piensan que fue asesinado y Clemente V le canonizó diecisiete
años después de su muerte. Su nombre fue introducido en el Martirologio Romano
con fiesta el 19 de mayo con estas palabras: “ Natalicio de San Pedro del
Murrone, que siendo anacoreta fue elegido sumo Pontífice y fue llamado
Celestino Quinto, pero abandonó el Pontificado para hacer vida religiosa en la
soledad, emigrando al Señor esclarecido por sus virtudes y milagros”.
Algunos van más lejos y dicen que cuando abdicó, harto y
escandalizado, quiso volver a su vieja ermita, pero el sucesor, el arrogante
y nepotista Bonifacio VIII, temió que
pudiera convertirse en un estorbo y mandó apresarlo. Advertido de las malévolas
intenciones del nuevo pontífice, Celestino V escapó. Perseguido por todo el sur
de Italia, cayó preso cuando intentaba llegar a Grecia. Bonifacio VIII lo
habría recluido en un castillo cerca de Anagni donde murió y algunos piensan
que a manos de un verdugo del Vaticano. Felipe IV el Hermoso, rey de Francia,
dio crédito a esta versión de los hechos y ordenó capturar en Roma a Bonifacio
VIII para procesarlo en un concilio general de la Iglesia, acusado, entre otras
cosas, de matar a su predecesor. Bonifacio VIII murió poco después y un
cronista definió así su final, quizás envenenado: “Entró como un lobo, gobernó
como un león y acabó como un perro”. Aunque parezca extraño, no es improbable
que Celestino V terminara sus días recibiendo malos tratos e incomprensiones
por parte de su sucesor. La edad media fue un periodo de tiempo de grandeza y
mezquindad al mismo tiempo. Dicho lo cual cabe hacer unas reflexiones practicas
sobre la lección positiva de la renuncia de Celestino en 1294 y la Benedicto
XVI en el 2013.
6. Magisterio de humanidad y de
responsabilidad pastoral
Comenzando
por Celestino V, cabe destacar lo siguiente. Este hombre se resistió a asumir
la responsabilidad pontificia por motivos bien fundados y que fueron
respetados. Él fue consciente de que no estaba preparado para asumir esa
responsabilidad y sólo la aceptó por coacción moral. No era ni siquiera
sacerdote y sobre todo carecía de la habilidad requerida para gobernar la
Iglesia universal en un momento de decadencia y corrupción moral en la cumbre
de la jerarquía eclesiástica. Como se aprecia en su breve declaración de
renuncia, además de exponer las razones de su decisión, no se priva de
denunciar la malignidad de la gente. Por otra parte, no tomó la decisión de
renunciar de forma abrupta e irresponsable (ahí os quedáis, yo me voy) sino
después de realizar una exhaustiva consulta con los cardenales para disipar sus
dudas sobre la legitimidad y validez de la decisión tomada. Disipada la duda,
quedaba un cabo suelto por atar, que era la elección de su sucesor. ¿Quién,
cómo y de qué manera? Desde luego, no de
forma que pudiera repetirse el triste precedente de que los cardenales
electores perdieran el tiempo sin elegir nuevo Papa durante casi tres años. Para ello decretó la
institución del Cónclave para que,
cerrados por fuera con llave, no pudieran salir del recinto electoral sin el
nuevo Papa elegido de la mano. La persona elegida, además, debería ser un
pastor de la Iglesia, bueno y apto o competente.
Él había
sido bueno y por esta razón le eligieron. Pero no basta ser moralmente buenas
personas para ejercer cargos de alta responsabilidad sino que se necesita
también que estén debidamente preparadas con dotes intelectuales y de gobierno.
Celestino V fue muy consciente de su bondad moral pero igualmente de sus
limitaciones intelectuales y de dotes para gobernar. Por ello, optó por seguir
los dictados del sentido común y de la propia conciencia descubriendo que la
única alternativa honesta que le quedaba era renunciar y dar paso a otra
persona mejor dotada que él. ¿Cobarde? ¿Traidor? ¿Peligroso? Hubo opiniones
para todo pero creo que cumplió responsablemente con su deber dándonos una
lección magistral de realismo y responsabilidad. Y si lo que cuentan algunos
sobre el trato que Celestino V recibió de su sucesor inmediato es verdad,
habría que censurar igualmente la falta de caridad y de responsabilidad de
Bonifacio VIII, cuya competencia nadie pone en duda, pero la competencia
intelectual y administrativa tiene que ir acompañada de bondad humana y caridad
cristiana. Un Papa no puede cojear psicológica y moralmente por falta de bondad
o de competencia. Ambas dimensiones de
la personalidad humana deben ir juntas y pegadas como uña y carne.
7. Significado humano y teológico de la
renuncia de Benedicto XVI
Con el telón
de fondo de Celestino V cabe hacer las siguientes matizaciones. Celestino V
tuvo dudas sobre la legitimidad de su renuncia y celebró consultas puntuales
antes de pasar a los hechos. Benedicto XVI, en cambio, no tuvo duda ninguna ni
necesidad de consultar con nadie, fuera de Dios y su propia conciencia, para
formular su renuncia. Ambos manifestaron previamente su deseo de renunciar, el
primero de forma explícita y contundente y el segundo de forma velada, pero
inequívoca, con sus dos visitas a la tumba de su predecesor en L´Aquila y la
respuesta a una pregunta del periodista alemán Peter Seewald. El primero declaró la sede vacante en el momento mismo
en que terminó de leer su breve Declaración.
El segundo, en cambio, indicó con toda precisión el día y la hora en que su
renuncia se hacía efectiva. Ambos causaron gran sorpresa pero con un resultado muy
diferente. Celestino fue censurado como un cobarde traidor y fue maltratado.
Benedicto XVI, en cambio, se ganó la admiración y el respeto de los cristianos
así como de los líderes políticos más importantes de su tiempo. Eran tiempos
distintos y personas también muy diferentes. Pero volvamos sobre el texto de la
Declaratio de Benedicto XVI.
1)
Reconoce sin complejos ni tapujos que
“por la edad avanzada” (85 años), ya no tiene fuerzas para ejercer
adecuadamente el ministerio de sucesor de Pedro como Obispo de Roma. En esta
forma de expresarse demostró el alto grado de buena salud mental en que se
encontraba cuando decidió dejar su ministerio petrino, dejando la puerta
abierta para que otro de menor edad tomara las riendas del gobierno de la
Iglesia universal. Es un valiente, decían unos. Hay que tener coraje y
pantalones, o hay que ser muy humildes y responsables para tomar una
decisión de esta naturaleza, decían otros.
Dada
la dificultad que reviste el desprenderse voluntariamente del poder, el editorialista
de un importante periódico de Madrid (12/II/2013) no dudó en calificar la
renuncia papal como una especie de acto martirial. “No faltará quien se
sorprenda –dijo- de su decisión en una religión marcada por el concepto de
eternidad, pero creemos que el Papa ha hecho lo que le dictaba su conciencia y
ha dado un ejemplo que adquiere también relieve en el mundo de la política,
donde hay dirigentes que se aferran al cargo por encima de toda racionalidad.
Morir en la cruz resulta un acto de santidad, pero dejar el Papado puede ser
incluso más difícil pues supone renunciar a ser mártir para no hacer daño a la
Iglesia”. Estas palabras nos llevan a hacer algunas reflexiones importantes
sobre el apego a la autoridad y sus imprevisibles consecuencias negativas.
Según
la sabiduría popular cimentada en la experiencia de la vida, el poder corrompe.
Lo cual reviste particular importancia en el campo de la política, de las
finanzas y de la religión. O sea, en todas las esferas del ejercicio del poder.
Pero las corrupciones suelen producirse cuando los que ostentan la autoridad se
apegan al poder como cuando ponemos las manos
en una puerta recién pintada. En el mejor de los casos nos despegamos de
ella pero nuestras manos quedan manchadas al tiempo que dejan sus huellas sobre
la puerta. Hay quienes, una vez que han llegado al poder se comportan después como
lobos cuando prueban la sangre de los corderos. Entonces es cuando cometen el
grave error de creerse indispensables y de buenos gobernantes degeneran en
políticos dictadores, corruptos y
tiranos. Por el mero hecho de que tienen la autoridad piensan que tienen
también la razón, cosa que la experiencia de la vida demuestra ser falso.
Cuando
Benedicto XVI renunció ejemplarmente a todos sus poderes pontificales por el
bien común de la Iglesia, en la esfera internacional de la política los medios
de comunicación trataban en primer plano el caso de Cuba, gobernada por dos
viejos y ruinosos dictadores comunistas, aferrados al poder como a un clavo
ardiendo. No faltó la nota de humor negro. En una viñeta genial aparecieron los
hermanos Castro llevándose del brazo y comentando la noticia de la renuncia de
Benedicto XVI con este diálogo: “¡Qué bobo, renunciar!”. A lo que el vetusto
hermano respondía: “¡Y con lo joven que es!”. Pocas semanas después en Italia
reeligieron como presidente de la república a un hombre de 89 años de edad por
la imposibilidad de llegar a un acuerdo más razonable entre los electores. En
Venezuela reeligieron como presidente a un hombre que, además de dictador,
estaba ya en la recta final de un cáncer sin control. Estos son sólo algunos
botones de muestra de lo que lleva consigo el apego al poder. Y no entremos en
el terreno de los países donde todavía el jefe político supremo se comporta
vitaliciamente como un dios todopoderoso, caprichoso e irracional.
Con
esta situación a la vista, que se sale de todos los parámetros de la
razonabilidad, se comprende, por una parte, la ejemplaridad de Benedicto XVI, y
por otra, las reacciones de estupor por la dificultad que muchos de los
ostentan el poder político encuentran para despegarse del mismo en beneficio de
los demás. El tema en cuestión de la edad biológica de quienes ostentan el
poder es más actual que nunca. No podía ser de otra manera. En tiempos pasados
la inmensa mayoría de la gente moría muy pronto y por ello no se planteaba el
problema como hoy día. La media de edad biológica o genética ha subido
espectacularmente pero ello no significa que el cuerpo humano aguanta todo lo
que le echen. Benedicto XVI ha conservado afortunadamente su proverbial lucidez
mental y nos ha dado una gran lección de realismo y sabiduría confesando
humildemente que su cuerpo dio ya todo lo que tenía que dar al servicio de la
Iglesia de Cristo, que no puede y que ha
llegado la hora natural del relevo.
2) Para cumplir satisfactoriamente con las
obligaciones propias del papado es necesario también el vigor del cuerpo y del
espíritu. Vigor del que Benedicto XVI confiesa que carece hasta el punto de
considerarse ya incapaz para ejercer el ministerio pontifical que en el 2005 le
había sido encomendado. Esta confesión humilde de realismo y responsabilidad es
la que pilló a todos de sorpresa, sobre todo a quienes, como dije más arriba,
estaban apegados al poder como lapas y no comprendían cómo se puede renunciar al
mismo en beneficio de los demás.
3)
Por otra parte, hace saber a todos que no renuncia porque haya recibido
consejos ni presiones de nadie, sino en un momento en el que se siente
plenamente libre para ejercer el derecho y el deber de renunciar. El Papa en
circunstancias como las suyas no sólo tiene derecho a renunciar al cargo. La
renuncia, deja entender Benedicto XVI, puede ser también un deber moral y él
personalmente consideró esta decisión como ejercicio de un derecho fundamental
y una obligación al mismo tiempo. Pero ¿cuándo es el momento preciso en que un
Pontífice debe tirar la toalla del poder declinando en otro la responsabilidad
aneja al ministerio petrino? Esta pregunta tuvo también la respuesta adecuada en
el curso de la entrevista periodística referida más arriba. Aunque tenga
derecho, no debe hacerlo cuando la barca de Pedro se tambalea en el océano de
las corrupciones a las que tuvo que enfrentarse. Me refiero al caso Maciel
Marcel y los casos de pederastia de personas eclesiásticas. En esos y otros
casos iguales o parecidos, tanto de orden administrativo como pastoral, el Papa
debe dar la cara por todos, como él hizo, en lugar de abandonar el barco
abandonando a los tripulantes a su suerte incierta. Al contrario, debe
permanecer al cañón hasta que, después de la tempestad vuelva la calma, y en
ese momento solicitar el relevo necesario para que la nave pueda seguir
navegando con un nuevo capitán con nuevo vigor y preparado para afrontar las
nuevas tormentas que puedan sobrevenir. Y esto es lo que hizo Benedicto XVI.
Primero dio la cara por todos de forma firme y ejemplar y cuando parecía que la
tempestad de las corrupciones eclesiásticas había remitido, consideró que había
llegado el momento de solicitar el relevo, y al final de un Consistorio
rutinario de cardenales anunció al mundo
que se iba. Que se iba del poder, no de la Iglesia, para servirla de otra
manera y mejor de acuerdo con su edad y su salud.
4)
Y lo que es más. Se despidió pidiendo perdón por sus defectos y con una
declaración de acatamiento incondicional a su inmediato sucesor. ¿Qué más se
podía pedir a un anciano y fatigado Papa que se considera moralmente obligado a
dejar la cátedra de Pedro pensando sólo en el bien de la Iglesia universal, y
no en la satisfacción personal que la mayoría de los líderes políticos y
religiosos siente con el ejercicio del poder? Esta declaración pública de un
Papa de la talla de Benedicto XVI me sugiere algunas reflexiones sobre la
grandeza del perdón y la vileza del culto a la autoridad.
La
petición de perdón significa que quien lo solicita reconoce no sólo el mal deliberado
que pudiera haber hecho a los demás, sino también el mal que pudo hacer de
buena fe en su forma de gobernar. Si una persona entrada en edad, y después de
haber ejercido la autoridad, estuviera convencida de que todo lo hizo bien y no
encontrara motivo alguno para pedir disculpas de nada, cabría pensar muchas
cosas. Por ejemplo, que es una persona poco inteligente, que empiezan a
manifestarse en ella los síntomas de senilidad, o simplemente que es
irresponsable si no éticamente mala. La experiencia de la vida enseña que los superiores, como hombres y mujeres que son,
cometen errores y equivocaciones de diverso calibre, y el reconocerlo es un
síntoma de responsabilidad y de madurez humana.
No
obstante, ha existido en la Iglesia una tradición según la cual el superior ha
de reconocer sus defectos y pedir perdón a Dios por ellos, pero no a los
damnificados en la medida en que ello pudiera interpretarse con menoscabo de la autoridad. Benedicto XVI ha
echado por tierra esta venerable tradición, que no era otra cosa que una mala
costumbre que no se corrigió a tiempo. El culto a la autoridad, lo mismo en el
orden político como religioso, degenera fácilmente en autoritarismo despótico y
fanatismo religioso. Sería largo hablar de este tema pero creo que no es este
el momento oportuno de entrar a fondo en esta cuestión. Prefiero no hacerlo
limitándome a destacar la gran lección de humanismo y caridad cristiana que nos
ha legado el Pontífice dimisionario con su renuncia al papado. El pedir perdón
es en todos los casos un gesto de grandeza humana y cristiana, mientras que el
culto a la autoridad es una vileza
moral. Entre el culto a la autoridad y el anarquismo se encuentra la obediencia
responsable. Esta es, creo yo, la obediencia incondicional a la que se refiere
Benedicto XVI en la proclamación de su renuncia papal.
8.
Precedente ejemplar del P. Kolvenbach
Al filo de lo que termino de decir me parece
oportuno traer a colación la dimisión del P. Peter-Hans Kolvenbach como
Prepósito General de la Compañía de Jesús. A mí me produjo una impresión muy
grata y no es casualidad que el mismísimo Benedicto XVI le apoyara a presentar
su dimisión. En pocas palabras las cosas sucedieron más o menos como sigue.
El día 7 de Agosto de 1981 el P. Pedro
Arrupe, a la sazón Superior General de los jesuitas, sufrió un severo derrame
cerebral en un avión con destino Roma. Sobrevivió diez años al accidente pero
en unas condiciones de salud tan precarias que pensó en presentar su dimisión
como Superior General. Así las cosas Juan Pablo II consideró oportuno, dado el
ambiente interno reinante en La Compañía, designar a dos eminentes jesuitas
para que gobernaran la Orden de S. Ignacio. Pasó el tiempo y el día 13 de
septiembre de 1983 el P. Peter-Hans Kolvenbach fue elegido sucesor del P.
Arrupe después de haber presentado éste y aceptada su dimisión. Así tuvo lugar el
primer caso de renuncia de un Superior General de la Compañía de Jesús en la
que dicho cargo supremo de responsabilidad fue siempre y sigue siendo
vitalicio.
Pero llegó
el año 2066 y el P. Kolvenbach hizo saber abiertamente que pensaba dimitir en
el 2008, cumplidos los 80 años de edad, después de haber obtenido el visto
bueno del Papa Benedicto XVI. Es interesante destacar el respaldo decisivo del
Papa Benedicto a esta decisión del P. Kolvenbach alegando serias razones de
edad, salud y cansancio. Ambos casos reflejan lucidez mental, realismo de la
vida y gran sentido de responsabilidad pastoral por encima de cualquiera otra
consideración.
9.
Bonifacio VIII y el Papa Francisco
Cambiemos ahora de tercio para hablar
de los sucesores inmediatos de los dos papas dimisionarios. Veamos brevemente
cómo se portaron ambos con su predecesor. Suele decirse que las comparaciones
son odiosas pero en este caso pueden resultar aleccionadoras.
Once días después de la renuncia de
Celestino V (El 13 de diciembre de 1294) el cardenal Gaetano fue elegido papa
en Nápoles tomando el nombre de Bonifacio VIII. Se trasladó a Roma y tomó
posesión el 24 de diciembre de 1294. Al día siguiente publicó una encíclica en
la que informaba sobre la renuncia de su antecesor y sobre su propia elevación
a la máxima dignidad de la Cristiandad. Luego se apresuró a revocar todos los
derechos y privilegios otorgados por Celestino.
Y para evitar un posible cisma en torno a su predecesor dimisionario, ordenó su
captura y detención recluyéndole en el Castillo de Fumone (Frosinone), donde
éste permaneció hasta su muerte acaecida
el año 1296. Nadie duda de la excepcional personalidad y competencia de
Bonifacio VIII.
En el Anuario Pontificio es considerado
como un gran Papa. Pero esta pujanza le llevó a enfrentamientos de naturaleza
política que pudieron costarle la vida. De su amistad con Felipe el Hermoso de
Francia pasó a la enemistad más extremada con el monarca hasta el punto de ser
objeto de atentados. De hecho estuvo en la cárcel de donde fue liberado, pero
las intenciones del monarca francés iban más lejos. Arruinaron su salud y el
controvertido pontífice falleció un mes después, el 11 de octubre de 1303,
dejando un triste recuerdo. Eso sí, con estatuas por doquier de bronce y mármol
a él dedicadas y diseminadas por los Estados Pontificios. Los historiadores han
visto en tanta estatua una prueba de su personalidad soberbia, lo que llevó a
Dante Alighieri a colocarle en el círculo octavo del infierno, junto a Caifás y
Simón el Mago.
Sobre Bonifacio VIII surgió una leyenda
negra en la que es acusado de todo lo peor. Pero no me interesa entrar aquí en
esta cuestión sino en destacar que su comportamiento con su inmediato
predecesor dimisionario fue poco o nada ejemplar. Sobre el control ejercido
sobre él, obligándolo a vivir en un régimen similar a lo que actualmente
denominamos arresto domiciliario, no está claro si los malos tratos recibidos
por Celestino V en su peculiar prisión se produjeron al margen del conocimiento
de Bonifacio VIII o, por el contrario, tuvo conocimiento de ellos y los aprobó.
Esta incógnita no ha sido despejada todavía y la tendencia es a creer que la
leyenda negra sobre Bonifacio VIII no carece de fundamento
La comparación ahora con la conducta de
Bonifacio VIII con su predecesor dimisionario y la del Papa Francisco con el
suyo resulta casi obligada. En el momento de redactar estas líneas desconozco
el número de veces que le ha llamado por teléfono interesándose por su
bienestar, o incluso para pedirle alguna información o consejo puntual. Pero ya
en su primera aparición como Papa electo no pudo evitar mencionarle con cariño
y admiración. Benedicto XVI cumplió 86 años de edad, liberado ya la carga del
pontificado, y su sucesor el Papa Francisco se apresuró a felicitarle fraternalmente.
Más aún. El Papa Francisco buscó el momento oportuno para desplazarse a Castelgandolfo
para almorzar con él y conversar durante tres horas en la más absoluta
intimidad y discreción. La gente esperó que ambos salieran juntos al balcón.
Tal vez esperaban ser testigos del abrazo fraterno de estos dos dignísimos
sucesores de Pedro. Pero los Papas no son novios, que se besan montando un
espectáculo público delirante y después se divorcian, sino dos hermanos en
Cristo que se turnan en el servicio apostólico de la caridad. Creo que estas
consideraciones son más que suficientes para constatar la diferencia abismal de
trato al Papa que dimite por parte del que le sucede.
La conducta de Bonifacio VIII con
Celestino V fue vidriosa y oscura. La del Papa Francisco con Benedicto XVI, en
cambio, ha sido desde el primer momento y sigue siendo admirable y ejemplar.
Así las cosas, sólo cabe pedir a Dios que ambos vivan muchos años enseñando al
pueblo cristiano y a la humanidad entera a ejercer el poder y abandonarlo,
cuando sea necesario, como un servicio de amor y no como oportunidad para
dominar de forma egoísta despótica a los demás. La Iglesia no es de los papas
sino de Cristo y, por lo tanto, a ellos no les queda otra alternativa válida
que la de gobernar imitando a Cristo y no a los poderes de este mundo opuestos
muchas veces a los paradigmas del reino de los cielos anunciado por Cristo.
Tanto el Papa dimisionario como su inmediato sucesor han demostrado
ejemplarmente ser conscientes de la grandeza de su ministerio y al mismo tiempo
de las limitaciones y debilidades de la naturaleza humana.
10.
Reflexiones finales
Para terminar esta breve exposición
quisiera hacer algunas reflexiones prácticas. Con la renuncia de Benedicto XVI
ha saltado a primer plano la cuestión sobre la conveniencia de que los cargos
de alta responsabilidad en la Iglesia sean vitalicios. Desconozco si existe en
la Iglesia algún alto cargo de gobierno
que sea vitalicio, excepción hecha del Superior General de los jesuitas. Sobre
el carácter vitalicio del gobierno de los Papas mucha gente estaba convencida
de que los Papas son elegidos de por vida. O sea, que deben permanecer al cañón
hasta que la muerte los separe del poder. Esta es la mentalidad peligrosa que
subyacía en la reacción sorpresiva de muchas personas cuando conocieron que
Benedicto XVI dejaba el papado. Digo peligrosa porque se corría el riesgo de
convertir esa equivocada creencia en una verdad susceptible de ser aceptada como
verdad religiosa, que ha de ser aceptada como objeto de fe. Hacía tanto tiempo
que ningún Papa renunciaba por iniciativa propia, que se había perdido la
memoria histórica de esta forma de proceder. Para deshacer este entuerto y
evitar situaciones como la de Juan Pablo II durante los dos o tres años finales
de su glorioso pontificado, la del P. Pedro Arrupe como Superior General de los
jesuitas, y la que se estaba produciendo ya durante el último año de Benedicto
XVI, se me ocurre lo que digo a continuación.
Todo el mundo encuentra razonable y
normal que los obispos presenten su renuncia al Papa al cumplir los 75 años de
edad. El c. 401 dice textualmente: “Al Obispo diocesano que haya cumplido
setenta y cinco años de edad se le ruega que presente la renuncia de su oficio
al Sumo Pontífice, el cual proveerá teniendo en cuenta todas las
circunstancias. Se ruega encarecidamente al Obispo diocesano que presente la
renuncia de su oficio si por enfermedad u otra causa grave quedase disminuida su
capacidad para desempeñarlo”. Más claro, agua. Edad avanzada, enfermedad y
otras causas graves que impidan o disminuyan la capacidad normal para
desempeñar el ministerio episcopal son motivos canónicamente decisivos para que
los obispos presenten al Papa su dimisión.
En este contexto canónico de normalidad
se inscribe el nº 305 de las Constituciones
de la Orden de Predicadores (popularmente los dominicos). Dice así: “El
prior que, por razón de enfermedad se encuentre impedido para desempeñar
debidamente sus obligaciones, si no hay esperanza de que recupere su salud en
el espacio de seis meses, renuncie a su oficio”. Como vemos, aquí no sólo se
recomienda la dimisión por razones de salud sino que la ley establece incluso
el margen de tiempo, más allá del cual el enfermo debe presentar su dimisión.
Con estos datos canónicos a la vista y
la renuncia de Benedicto XVI al papado pienso que sería muy bueno que la norma vigente
para todos los obispos del mundo se aplicara por igual al Obispo de Roma. De
esta forma se evitarían situaciones tristes, como las que he referido antes, y,
al mismo tiempo el que los electores de un nuevo Papa no tropiecen casi siempre
en la misma piedra, eligiendo a un Pontífice por encima de los setenta y cinco
años de edad. Esto, pienso yo, debería ser la norma que no excluye las
excepciones. Lo que no parece razonable es que la excepción se convierta en
norma general. Cabe pues pensar con buen fundamento que lo prescrito actualmente
sobre la dimisión de los obispos se aplique igualmente con las debidas
matizaciones al Obispo de Roma en circunstancias eclesiales y sociales
normales.
Es obvio que en situaciones
extraordinarias como el estado de guerra, las calamidades naturales y otras
situaciones adversas, el Papa y los obispos deben permanecer en sus puestos
hasta que remitan las tempestades y esto es lo que ha hecho Benedicto XVI.
Durante la tempestad de los curas y frailes pederastas, el caso Maciel o la
traición de uno de los responsables de sus documentos privados, se olvidó de la edad y dio la cara por todos.
Pero después de la tempestad volvió la calma y este fue el momento que
aprovechó para manifestar su cansancio y pedir el relevo para el pilotaje de
una nueva singladura de la barca de Pedro.
Sería bueno que la gente se
acostumbrara a ver la renuncia papal con la misma normalidad y los mismos
motivos que la dimisión de los obispos. La diferencia está en que los obispos
presentan su dimisión al Papa y éste no presenta la renuncia a nadie sino que,
una vez tomada prudentemente la decisión de renunciar, informa a la Iglesia
universal para que se proceda a canónicamente la elección de su sucesor. Pongo
punto final a estas informaciones y sugerencias reconociendo que ambos
pontífices, el dimisionario Benedicto y el nuevo electo Francisco, nos han dado
una lección de humanidad, válida para cristianos, creyentes en general, ateos,
agnósticos y líderes políticos; y otra de realismo y responsabilidad pastoral
admirable desde la cátedra de Pedro. NICETO BLÁZQUEZ, O.P.
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